CUANDO DIGO que me niego a que Alcaraz sea mejor que Nadal porque pone en riesgo la calidad de mis tiempos jóvenes, me refiero precisamente a que el deporte de élite es sobre todo una pasión de juventud, al lado de la cual tus pasiones de tiempos adultos o maduros languidecen. Recuerdo muy bien la última vez que lloré cuando uno de mis deportistas admirados fracasó: fue en 2006, hace casi veinte años, cuando Valentino Rossi se cayó en el circuito de Cheste y perdió el Mundial frente a Nicky Hayden. En mis tiempos pezqueñines cualquier derrota de uno de mis ídolos me podía arruinar una semana entera, a veces meses; por eso a las nuevas estrellas las miro con reticencia, pues no me llegan ni la mitad que las de antes por el motivo de que ya no soy la de antes. Creo que les pasa a todos y que la mayoría de los debates sobre los GOATs están viciados por la edad: a esa razón se debe que nuestros abuelos se enfaden tanto cuando se les sugiere alguien mejor que Di Stéfano, Pelé, Ali o Merckx, que fueron los deportistas que les encandilaron en su mocedad. Al final crecemos, maduramos y aprendemos a tomarnos el deporte de élite “como una tontería”, sin darnos cuenta de que estamos perdiendo una parte esencial de nuestra vida mejor para siempre.